viernes, 20 de enero de 2012

Fingí.


Ya lo había decidido. Le di muchas vueltas en la cabeza pero era mejor así. No tenía caso seguirme engañando. Esta era la realidad y si esa tenía que ser su imagen, tenía que aceptarlo. Así que abrí las puertas del mueble y saqué el artefacto. Lo conecté, empezó a hacer aquel ruido familiar que tantas veces oi mientras Borja se distraía con el agua, sin darse cuenta de lo que le hacía. Aunque esta vez, el sonido era un poco más vacío, un poco más terrorífico, un poco más indeseable. Cuando terminé, Borja se vio al espejo. No le gustaba que le hiciera peinados extraños; ni siquiera que le parara un poco el pelo para ver como se veia, así que mi temor era que me reclamara su nuevo “look”. Pero no fue así. Lo único que alcanzó a decir mientras sonreía fue: “Me parezco a Marianito”, se dio la media vuelta, y se fue a jugar. No fue un gran evento para él,  y como todo en esta enfermedad, nos fue mucho más difícil a todos los demás. Desde que recibió su primera dosis de quimioterapia sabía que se le caería el pelo. Y pasó. No lo perdió completamente, pero sí lo suficiente para que decidiera, después de pensarlo mucho, que lo mejor era no tapar el sol con un dedo, no engañarme, y aceptar que a Borja se le había caído casi todo a consecuencia del tratamiento contra la leucemia. Entonces lo rapé a coco, como cuando tenía 10 meses. Sólo que esta vez, con cada pasada del rastrillo, sentía una punzada extraña en el corazón.

Estuvo pelón un tiempo y yo fingí. Fingí que no me importaba.  Fingí que no me daba cuenta cuando la gente lo veía de reojo, algunos con cara de indiferencia, y otros de lástima. Fingí no oír cuando un niño dijo “mira mamá, ese niño esta pelón”. Fingí que cada vez que le pasaba la mano era para hacerle una caricia y no para ver si había rastro de algún pelito que hiciera que su apariencia volviera a la normalidad y no me recordara todos los días, por lo que mi niño estaba pasando.

Una vez más ya lo había decidido. Le di muchas vueltas en la cabeza pero era mejor así. Abrí las puertas del mueble y saqué el artefacto. Lo conecté, empezó a hacer una vez más aquél ruido familiar. Aunque esta vez, el sonido era un poco más indiferente, un poco más tranquilizador, un poco más alentador. Cuando terminé vi que no hubo mucho cambio, lo único que buscaba era emparejarlo. No quería estropear esa imagen tan anhelada. No quería pasarme y dejarlo más pelón de lo que debía. Así fue que decidí llevarlo, después de casi un año, a aquel lugar en el que nunca me imaginé sentirme tan feliz...la peluquería. 



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